
Hoy quiero escribir sobre un sentimiento. Oscuro, insano, cegador y contraproducente: el odio.
Y quiero escribir sobre aquello, porque conozco a alguien que vive (o más bien, sobrevive) a causa de éste, de la furia inmensa que nubla cualquier deseo de superación y, a cambio, alimenta un estúpido deseo de venganza.
Todos hemos sentido mucha rabia alguna vez, hemos sentido dolor, frustración y desesperación. Todos nos hemos sentido solos, abandonados y sin salida. Pero todo tiene un límite. Llegar a odiar deliberadamente me parece peligroso, dañino y una trampa, de la cual puede ser muy difícil salir.
Porque el odio no es sólo la aversión hacia algo o alguien, a quien se desea mal. El odio es querer ver sufrir al otro y disfrutar con ello. Y es una característica del ser humano, en cuanto surge del miedo, de las situaciones frustrantes, de la impotencia y la envidia. El tema es cuando deja de ser algo pasajero y este sentimiento perdura, convirtiéndose en rencor, porque se puede transformar en algo patológico, al invalidar la vida positiva de la persona.
Odiar no es sano, odiar destruye a quien odia. Mata las ilusiones, aisla a quien lo siente, lo aleja de lo importante.
Sí, he tenido rabia muchas veces, he llorado, me he sentido mal, pero odiar, afortunadamente no. Y creo que no hacerlo implica un esfuerzo y supone estar más ligada con el amor (amor como sentimiento universal, como energía vital, como positivismo puro, como creer que todo puede estar bien y disfrutarlo).
No. No me parece la venganza y no soy Teresa de Calcuta, sino que creo que las cosas caen por su propio peso. Considero que la vida siempre se encarga de poner todo en su lugar y que si el amor, con amor se paga, a la inversa debe ser igual. Por eso, me quedo con el amor.